jueves, 10 de septiembre de 2009

Partidas

¿Recuerdas que me abriste como a una flor artificial? Me tomaste en tus manos y me sentí tan pequeño como una hebra de mis cabellos, enredado entre tus dedos me abrí la piel morena y dejé que te adentraras en la profundidad de mi olor, en aquella humedad de llanto entre mis piernas. Si alguna vez me preguntaran tu nombre jamás lo pronunciaría porque sólo podría nombrar una inicial; no por vergüenza pues jamás me avergonzaría de algo tan delicioso, sino porque deseo guardar tu nombre para mí, para invocarlo a solas y convencerme de su existencia. Sé que tú, A., eres el hombre más cruel que hasta ahora he conocido. A pesar de la juventud que te envuelve el cuerpo, actúas y piensas como si tuvieras más años que yo; con aquella predisposición a mostrarte, de enseñarme tu piel blanca hasta hacerme creer que morderla me llenaría la boca de un sabor más dulce al de la carne de una guanábana. Conoces bien las tácticas del deseo, por ello me envolviste con tu piel vuelta sudario, en una habitación impregnada con nuestro olor me coronaste emperador de aquél instante y de las voces que, más allá de la ventana y la ciudad, nos cantaban. Por ello, al despertar olfatee el aire, igual que un cervatillo, en busca de tu olor; olí mis brazos por si aún habían restos de tu saliva seca en ellos... me precipité sobre la almohada y ahí te encontré, en aquella suavidad, en esos pliegues donde, vuelto aroma, todavía dormías acurrucado. Amaneció y sólo tenía tu olor en una almohada y sobre el buró los billetes que pactaban lo convenido la noche anterior en el zaguán de aquella casona. A., todas las partidas al final dejan un breve rastro de permanencia: un olor, una imagen o un signo infinito que siempre es aquella inicial que se niega a desaparecer... Creo que eso puede ser algo muy cercano al amor.

Iván Vázquez

lunes, 29 de junio de 2009

Noelia

I

Afuera

el cielo caía en gotas

y algunos animales

recogieron nubes con la lengua.

Nosotras

enredadas y cautivas

lloviznábamos a través

de nuestra bóveda vaginal;

te recibía en mis manos

y bogaba entre tus piernas,

hasta que la premura se volvió monzón

y nos ahogámos en nosotras mismas.

Fuera

comenzaba la llovizna

y nosotras

nos amábamos en diluvio.

II

Anochecidas

por el olor a madera

y mierda

y ave,

supe que entre tus labios

crecía un olivo.

De frente

sólo pudimos mantener

el silencio.

Aquél mutismo

que dejan los cuerpos

luego de mojarse

con palabras.

Anochecidas

y secas

nos tejimos en mito

y liturgia.

Iván Vázquez

sábado, 16 de mayo de 2009

¿Peso o Levedad?

En ocasiones, cuando nos acercamos a una novela, un poema o alguno de esos textos que no podemos clasificar y que en realidad no importa hacerlo, porque están tan hermosamente desarrollados que intentar encajarlos en algún género o subgénero literario resulta ocioso e innecesario. Como decía, cuando leemos no siempre estamos conscientes de lo profundo, revelador o trascendente de lo que el autor nos quiso expresar con su arte. Y no es porque seamos incapaces, sino porque no era el momento de hacerlo, de encontrarlo.
Eso de lo que hablo me sucedió con Milan Kundera y “La insoportable levedad del ser”, cuando leí la novela me dejé llevar por la historia y por la crueldad por parte del autor de comprometernos con los personajes para luego dejarnos desamparados, a la deriva. No fui más allá de la novela, la estructura y la historia de amor peculiar. He ahí el problema. No estaba listo para encontrar lo que verdaderamente era esencial, aquello que Kundera nos dice en las primeras páginas y que nos ejemplifica con la historia de Tomás, Teresa, Sabina y Franz.
Milan Kundera nos plantea el mito del eterno retorno al principio de la novela y nos dice que el Eterno Retorno es la carga más pesada, convirtiéndose nuestras vidas sólo en levedad. ¿Entonces, podemos decir que la nuestras vidas transcurren entre esas repeticiones perpetuas de las que habla Kundera?
Como artista y homosexual me veo inserto en un gran devenir. Porque al igual que cuestionaría Kundera: ¿Peso o levedad?, muchas veces resulta difícil decidirse por una de ellas.
En la novela, Milan Kundera define al peso y a la levedad de la siguiente manera:
“La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.”
“Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.” (p. 9)
¿Por qué digo que como homosexual y artista estoy en una disyuntiva al momento de elegir? Porque el ser homosexual encuentra su correspondencia en el peso y el ser artista lo hace a su vez con la levedad.
Mi peso es el enfrentarme ante la otredad como homosexual, independientemente del medio en el que me desarrollo; medio que es tolerante, que no le importa con quién se comparte la cama, porque al final de cuentas es un aspecto que sólo interesa a dos personas, no más. Sin embargo, el mundo existe así como la intolerancia y el aceptar mi condición sexual me arrastra a la tierra, a la realidad, una realidad que no siempre es permisiva. El peso ayuda, porque me obliga a ver el mundo de una manera objetiva.
Si no aceptamos nuestro peso, no podemos aceptarnos; porque si el peso es nuestro anclaje a la realidad, al negarlo negamos la realidad y a nosotros mismos.
La levedad es el arte. Mi arte. Aquél por el que estoy dispuesto a dejar la vida en unas páginas, deshilvanarme intentando tejer historias, tratando de encontrar lo que no soy – y tal vez nunca sea – en el plano de la ficción; porque, precisamente eso, es lo que me da aliento. El arte me alimenta. Pero, el arte suele ser engañoso, el arte puede ofrecernos delicias de oropel, porque es fácil perdernos en la fantasía, volvernos leves.
Por ello me vuelvo leve frente a la pantalla de la computadora o al intentar colorear la palidez de la hoja en blanco. Ya no soy Iván Vázquez. Soy uno y muchos seres de tinta y papel, que viven a través de mí, se alimentan de mis ojos y de lo que anhelo. Entonces, como diría Kundera, me elevo, me distancio, me vuelvo real a medias. Sin embargo, las historias acaban, aunque no siempre lo parezca y es en ese punto, cuando no hay nada más que decir y se coloca el punto final que, de nuevo, caigo en la realidad y tengo que anclarme a mi peso para no flotar y perderme en la fantasía propia.
No podemos ver al peso y a la levedad como conceptos diferentes, antagónicos; el peso no sería peso si no hubiera levedad y viceversa. Se complementan. Pero ninguno de los dos estados es definitivo, porque siempre estaré saltando de uno a otro. He ahí el eterno retorno. Siempre habrá algún detonante que nos haga conectarnos en aquél punto alto de algún plano desconocido.
Por poner algún ejemplo. Somos, cada uno de nosotros un océano inmenso, cuyas aguas se evaporan y se condensan, hasta que algo hace detonar toda aquella mole concentrada y hace que la lluvia se precipite de nuevo hacia el océano, para volver de nuevo a elevarnos. Toda experiencia como un ciclo.
Como individuos, jamás sobreviviremos demasiado tiempo, tampoco la levedad, el peso, el alma o todo lo que nos han enseñado que es trascendente. No lo hará. No sobrevivirá. Pero el universo y todas aquellas reacciones que provoquemos, ya sea como artistas o como seres humanos, se extenderán por siempre.
Iván Vázquez

sábado, 2 de mayo de 2009

El sediento

* Presentado el 26 de marzo de 2009
en el marco del Día Internacional de la Poesía
en la Facultad de Ciencias Antropológicas de la UADY
Cuando se me invitó a participar en esta mesa panel lo primero que pensé fue: ¿Qué poema dejó marca en mí? Es una de aquellas preguntas que nos hacemos por un momento y, al siguiente, ya le olvidamos y dejamos sin respuesta. La primera vez que leí un poema fue hace casi una década y aún no me convertía en un lector seducido por la Literatura. Entre las primeras cosas que había leído se encontraban algunos libros sobre arqueología maya de mi padre – que aún desconozco el por qué de aquellos textos en el librero pues mi padre es maestro de Geografía y Artísticas – y algunos recetarios de mi madre; salvo aquellas dos muestras de literaturas sin duda alguna influenciadas por los roles de género, tenía un ejemplar ultra concentrado de Las mil y una noches que me habían regalado en un cumpleaños. Fue entonces que la insatisfacción de las lecturas de casa me obligó a pisar por primera vez una biblioteca.
Tenía catorce años pero, la historia de este poema tiene germen en mis doce años, cuando me coloqué frente a un espejo y mirando mi reflejo, observando aquellos esbozos de facciones masculinas y los ojos extrañamente abiertos, en un murmullo me dije: Soy homosexual. No pude evitar llorar y el lazo entre mi búsqueda y el agua se hizo presente. Supe que debía encontrar algo, lo que fuere, que pudiera convertirse en ancla, un afiance a tierra para no zozobrar en las tormentas propias; hallar unos oídos mudos que me escucharan y que jamás traicionaran mi secreto. La hoja en blanco siempre es el más fiel de los escuchas y, a menudo, encontramos consejo en ella. Por ello es que devoré los áridos libros de arqueología maya y los barrocos recetarios de mi madre. Hasta que el secreto se volvió una pequeña bola de nieve resbalándose por la montaña. Creciendo. Mientras aumentaba hasta casi anunciar el súbito desastre es que huí en busca de complicidad.
Encontré aquél libro de Octavio Paz en el anaquel correspondiente a Literatura Mexicana. Abrí el libro y me sorprendió encontrar que mis dedos eran los primeros en tocarlo, las páginas estaban inusualmente blancas y si sostenía el libro apoyando el lomo sobre la palma de mi mano no se abría en ninguna página, conservaba el rigor del empastado nunca antes forzado por mano alguna. Y fue en ese momento que el fetiche futuro por desvirgar un libro se inició, oler sus páginas y deslizar un dedo entre sus pliegues. Me llevé el libro a la casa y comencé a leerlo, hasta que me topé con “El sediento” una mano con letras negras me abofeteó el rostro y me descoció los ojos. Porque, al igual que en el poema, me sentí sediento. La búsqueda, contrario a lo que podría esperarse, no había terminado sino comenzado y hasta ahora la continúo.
Por ello es que desde ese momento siempre he intentado buscarme en la hoja en blanco. Irónicamente, el primer poema que me enriqueció también me volvió un sediento, aquél sediento que bebe agua del mar, que bebe hasta el hartazgo y, a pesar de ello, el agua salada sólo aumenta su ansia. Todo, pues, se resume en eso: en mí bogando palabras para beberlas o buscando oasis en libreros vueltos desiertos para también beber con la lectura pues toda hoja, ya sea en blanco o escrita, al final se vuelve naufragio.
Iván Vázquez
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El sediento

Por buscarme, Poesía, en ti me busqué:
deshecha estrella de agua,
se anegó en mi ser.
Por buscarte, Poesía,
en mí naufragué.

Después sólo te buscaba
por huir de mí:
¡espesura de reflejos
en que me perdí!

Mas luego de tanta vuelta
otra vez me vi:
el mismo rostro anegado
en la misma desnudez;
las mismas aguas de espejo
en las que no he de beber;
y en el borde del espejo,
el mismo muerto de sed.

PAZ, Octavio. En Poemas

domingo, 12 de abril de 2009

Oración del Onanista

Padre mío que de la pared pendes, sobre m cabeza, coronando mi deseo. Santificado sea tu abdomen, placa firme de piedra sobre la que mis dedos labran tu mandato, decálogo que me susurras en silencio, deletreándolo con tu mirada de vidrio. Venga a mí tu cuerpo, reino arado que desangra la sequía propia por estar siempre observando y ajeno. Hágase nuestra voluntad ya sea en mi cuerpo o el tuyo. Uno en otro. Dentro. Hasta evangelizar mis entrañas. Dame hoy tu ofrenda líquida, aquél espíritu santo que vuela de tu vientre hacia mis nalgas; óleo espeso que me prepara a morir por un instante. Perdona mi atrevimiento y desnudez así como yo perdono tu ausencia a mi costado. No me prives de repetir noche a noche el solitario rito de tu adoración y nunca me libres del placer. Ama. Amemos. Amen. Amén.
Iván Vázquez

lunes, 2 de marzo de 2009

Día de Closeteras

Para todos aquellos cuyos clósets son muy cómodos:

Un dia llevadero

Te levantas a mediodía
esperando un día verdadero
o por lo menos llevadero
para que tu closet no se abra y deje salir
todos esos juguetes esqueléticos
que llevas dentro
de una niñez muy poco niña
Era aquello
que conocías y dabas por dado
las palabras de tu padre
que comenzaste a cuestionar antes de los 14
antes de los 10
mucho antes de tu padre morir
ahora te arrepientes una pizca de sal
un puntito negro en cartulina blanca
pero te pasas la lengua en la herida
para que no duela aquello
para que no duela tanto
la gota que te cae en la frente
una y otra vez
a ver si te crece una ectalagmita
o un cuerno agradecido
de que vuelvas a ser niño
aunque te cuestiones cómo serías de niña.

Poema de David Caleb Acevedo A.K.A. Elijah Snow
Tomado del blog: http://lacarenciadelaquerencia.blogspot.com/

sábado, 14 de febrero de 2009

EN SUS OJOS INFINITOS...

Para el abismo de sus pupilas
El cielo a veces me escupe y caigo como una gota en cualquier lugar. No importa dónde ni la razón por la cual deba estar ahí; lo verdaderamente importante es que, por algún motivo, siempre es el momento indicado. Y luego, cuando todo ha pasado, igual que toda gota me evaporo para elevarme y ser llevado a otro sitio.
Caí. En aquellas mesas ocupé la silla de siempre, escuchando el mismo barullo, fumando de la misma forma compulsiva, pero solo y sin los rostros conocidos de otro tiempo. Escribía garabatos que se desenredaban de sí mismos y se curveaban hasta deletrear un nombre. Y yo me llevé el nombre a mis labios, les ungí sonido con mi lengua y dientes para luego desgranarlo en un suspiro. Y ahí, al fondo, apareció él de la misma forma solitaria en que yo me hice cuerpo ante sus ojos.
Nos miramos. Fingimos no existir, pero durante aquél segundo en que nuestros ojos se enfrentaron ninguno de los dos pudo evitar ser ultrajado por el recuerdo. En un pestañeo nuestra imagen junta en aquellas mesas, riéndonos y desperdiciando el tiempo. En sus ojos infinitos nos ví a nosotros en aquella noche en que nos admiramos en silencio y apagamos las luces para no avergonzarnos. Hombre frente a hombre. El espejo y nuestra piel. Ambos, reflejos del deseo. Nuestra ansia adivinada. Nuestra ansia anochecida. Pegados a nuestros ombligos como colibríes al alcatraz libamos. Libamos. Luego escapamos por el vientre hasta encontrarnos en nuestro secreto. Un secreto de sábanas y sonidos que fueron desfalleciendo frente a una almohada. Tus ojos ahogando la imagen en mi nuca y yo, sometido, torciendo el cuello para encontrar tus labios y devorarte el aliento. El dolor no fue eterno, desapareció cuando el cosquilleo en mis entrañas llegó.
Y continuamos mirándonos, a la distancia nuestros cuerpos mudos. No quise regresar a nuestra realidad. Desee continuar en este juego de la pretensión. Engaño. Engaño y placer. Tus amarres y los míos. Mis cuerdas más frágiles que las tuyas. Y ambos mirándonos, sin ignorar que podría haber otro par de ojos que podrían observarnos y de inmediato querrían convencerme para que olvide tu reflejo en mi piel. Nos hallamos iguales en algo que no es el cuerpo y que, por lo mismo, jamás podrá descomponerse. Aún lejos, aún en nuestra propia ignorancia seguiremos siendo tan iguales, tan cercanos, que nuestros nombres se confundirán en los otros labios porque, hasta en eso, nos parecemos.
Todo en un segundo. Luego desviaste la mirada y continuaste fingiendo que entre nosotros no existía más que ese silencio, aquella distancia. Me consoló saber que no había odio en tu mirada, sólo el espejo opaco de la mirada detenida en el tiempo, enfrascada en la nostalgia y, mientras bebía el olvido directamente de tus pupilas, me evaporé…
Iván Vázquez