sábado, 16 de mayo de 2009

¿Peso o Levedad?

En ocasiones, cuando nos acercamos a una novela, un poema o alguno de esos textos que no podemos clasificar y que en realidad no importa hacerlo, porque están tan hermosamente desarrollados que intentar encajarlos en algún género o subgénero literario resulta ocioso e innecesario. Como decía, cuando leemos no siempre estamos conscientes de lo profundo, revelador o trascendente de lo que el autor nos quiso expresar con su arte. Y no es porque seamos incapaces, sino porque no era el momento de hacerlo, de encontrarlo.
Eso de lo que hablo me sucedió con Milan Kundera y “La insoportable levedad del ser”, cuando leí la novela me dejé llevar por la historia y por la crueldad por parte del autor de comprometernos con los personajes para luego dejarnos desamparados, a la deriva. No fui más allá de la novela, la estructura y la historia de amor peculiar. He ahí el problema. No estaba listo para encontrar lo que verdaderamente era esencial, aquello que Kundera nos dice en las primeras páginas y que nos ejemplifica con la historia de Tomás, Teresa, Sabina y Franz.
Milan Kundera nos plantea el mito del eterno retorno al principio de la novela y nos dice que el Eterno Retorno es la carga más pesada, convirtiéndose nuestras vidas sólo en levedad. ¿Entonces, podemos decir que la nuestras vidas transcurren entre esas repeticiones perpetuas de las que habla Kundera?
Como artista y homosexual me veo inserto en un gran devenir. Porque al igual que cuestionaría Kundera: ¿Peso o levedad?, muchas veces resulta difícil decidirse por una de ellas.
En la novela, Milan Kundera define al peso y a la levedad de la siguiente manera:
“La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.”
“Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.” (p. 9)
¿Por qué digo que como homosexual y artista estoy en una disyuntiva al momento de elegir? Porque el ser homosexual encuentra su correspondencia en el peso y el ser artista lo hace a su vez con la levedad.
Mi peso es el enfrentarme ante la otredad como homosexual, independientemente del medio en el que me desarrollo; medio que es tolerante, que no le importa con quién se comparte la cama, porque al final de cuentas es un aspecto que sólo interesa a dos personas, no más. Sin embargo, el mundo existe así como la intolerancia y el aceptar mi condición sexual me arrastra a la tierra, a la realidad, una realidad que no siempre es permisiva. El peso ayuda, porque me obliga a ver el mundo de una manera objetiva.
Si no aceptamos nuestro peso, no podemos aceptarnos; porque si el peso es nuestro anclaje a la realidad, al negarlo negamos la realidad y a nosotros mismos.
La levedad es el arte. Mi arte. Aquél por el que estoy dispuesto a dejar la vida en unas páginas, deshilvanarme intentando tejer historias, tratando de encontrar lo que no soy – y tal vez nunca sea – en el plano de la ficción; porque, precisamente eso, es lo que me da aliento. El arte me alimenta. Pero, el arte suele ser engañoso, el arte puede ofrecernos delicias de oropel, porque es fácil perdernos en la fantasía, volvernos leves.
Por ello me vuelvo leve frente a la pantalla de la computadora o al intentar colorear la palidez de la hoja en blanco. Ya no soy Iván Vázquez. Soy uno y muchos seres de tinta y papel, que viven a través de mí, se alimentan de mis ojos y de lo que anhelo. Entonces, como diría Kundera, me elevo, me distancio, me vuelvo real a medias. Sin embargo, las historias acaban, aunque no siempre lo parezca y es en ese punto, cuando no hay nada más que decir y se coloca el punto final que, de nuevo, caigo en la realidad y tengo que anclarme a mi peso para no flotar y perderme en la fantasía propia.
No podemos ver al peso y a la levedad como conceptos diferentes, antagónicos; el peso no sería peso si no hubiera levedad y viceversa. Se complementan. Pero ninguno de los dos estados es definitivo, porque siempre estaré saltando de uno a otro. He ahí el eterno retorno. Siempre habrá algún detonante que nos haga conectarnos en aquél punto alto de algún plano desconocido.
Por poner algún ejemplo. Somos, cada uno de nosotros un océano inmenso, cuyas aguas se evaporan y se condensan, hasta que algo hace detonar toda aquella mole concentrada y hace que la lluvia se precipite de nuevo hacia el océano, para volver de nuevo a elevarnos. Toda experiencia como un ciclo.
Como individuos, jamás sobreviviremos demasiado tiempo, tampoco la levedad, el peso, el alma o todo lo que nos han enseñado que es trascendente. No lo hará. No sobrevivirá. Pero el universo y todas aquellas reacciones que provoquemos, ya sea como artistas o como seres humanos, se extenderán por siempre.
Iván Vázquez

sábado, 2 de mayo de 2009

El sediento

* Presentado el 26 de marzo de 2009
en el marco del Día Internacional de la Poesía
en la Facultad de Ciencias Antropológicas de la UADY
Cuando se me invitó a participar en esta mesa panel lo primero que pensé fue: ¿Qué poema dejó marca en mí? Es una de aquellas preguntas que nos hacemos por un momento y, al siguiente, ya le olvidamos y dejamos sin respuesta. La primera vez que leí un poema fue hace casi una década y aún no me convertía en un lector seducido por la Literatura. Entre las primeras cosas que había leído se encontraban algunos libros sobre arqueología maya de mi padre – que aún desconozco el por qué de aquellos textos en el librero pues mi padre es maestro de Geografía y Artísticas – y algunos recetarios de mi madre; salvo aquellas dos muestras de literaturas sin duda alguna influenciadas por los roles de género, tenía un ejemplar ultra concentrado de Las mil y una noches que me habían regalado en un cumpleaños. Fue entonces que la insatisfacción de las lecturas de casa me obligó a pisar por primera vez una biblioteca.
Tenía catorce años pero, la historia de este poema tiene germen en mis doce años, cuando me coloqué frente a un espejo y mirando mi reflejo, observando aquellos esbozos de facciones masculinas y los ojos extrañamente abiertos, en un murmullo me dije: Soy homosexual. No pude evitar llorar y el lazo entre mi búsqueda y el agua se hizo presente. Supe que debía encontrar algo, lo que fuere, que pudiera convertirse en ancla, un afiance a tierra para no zozobrar en las tormentas propias; hallar unos oídos mudos que me escucharan y que jamás traicionaran mi secreto. La hoja en blanco siempre es el más fiel de los escuchas y, a menudo, encontramos consejo en ella. Por ello es que devoré los áridos libros de arqueología maya y los barrocos recetarios de mi madre. Hasta que el secreto se volvió una pequeña bola de nieve resbalándose por la montaña. Creciendo. Mientras aumentaba hasta casi anunciar el súbito desastre es que huí en busca de complicidad.
Encontré aquél libro de Octavio Paz en el anaquel correspondiente a Literatura Mexicana. Abrí el libro y me sorprendió encontrar que mis dedos eran los primeros en tocarlo, las páginas estaban inusualmente blancas y si sostenía el libro apoyando el lomo sobre la palma de mi mano no se abría en ninguna página, conservaba el rigor del empastado nunca antes forzado por mano alguna. Y fue en ese momento que el fetiche futuro por desvirgar un libro se inició, oler sus páginas y deslizar un dedo entre sus pliegues. Me llevé el libro a la casa y comencé a leerlo, hasta que me topé con “El sediento” una mano con letras negras me abofeteó el rostro y me descoció los ojos. Porque, al igual que en el poema, me sentí sediento. La búsqueda, contrario a lo que podría esperarse, no había terminado sino comenzado y hasta ahora la continúo.
Por ello es que desde ese momento siempre he intentado buscarme en la hoja en blanco. Irónicamente, el primer poema que me enriqueció también me volvió un sediento, aquél sediento que bebe agua del mar, que bebe hasta el hartazgo y, a pesar de ello, el agua salada sólo aumenta su ansia. Todo, pues, se resume en eso: en mí bogando palabras para beberlas o buscando oasis en libreros vueltos desiertos para también beber con la lectura pues toda hoja, ya sea en blanco o escrita, al final se vuelve naufragio.
Iván Vázquez
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El sediento

Por buscarme, Poesía, en ti me busqué:
deshecha estrella de agua,
se anegó en mi ser.
Por buscarte, Poesía,
en mí naufragué.

Después sólo te buscaba
por huir de mí:
¡espesura de reflejos
en que me perdí!

Mas luego de tanta vuelta
otra vez me vi:
el mismo rostro anegado
en la misma desnudez;
las mismas aguas de espejo
en las que no he de beber;
y en el borde del espejo,
el mismo muerto de sed.

PAZ, Octavio. En Poemas